Germán
Berger narra en Mi vida con
Carlos la terrible historia sufrida en su familia. Foto: J. Sardá.
Ni perdón, ni
olvido, pero tampoco rencor ni odio. Mi
vida con Carlos, el extraordinario documental de Germán Berger,
plantea una pregunta que trasciende las fronteras de su Chile natal para tener
alcance universal: ¿Cómo sobrevivimos al mal, más aun cuando éste resulta tan
demoledor e injustificado como el asesinato a sangre fría de un padre al que
nunca pudimos conocer? Seleccionado
en el Festival de Nueva York o Toronto y premiado en Málaga o Marsella,
Mi vida con Carlos supone
un doble viaje: por una parte, a los traumas del hijo de un militante de
izquierda asesinado al inicio del golpe de Estado de Pinochet y, por la otra, a
los males de una sociedad que para pasar la página opta por el olvido. "De alguna forma he logrado
identificar las características de la película que la hace universal. Yo
opté por explicar una historia pequeña que es la carta que un hijo escribe a un
padre al que nunca pudo conocer. Construyo la historia desde la intimidad pero
con un convencimiento muy profundo de que lo que ocurrió con mi familia ha
sucedido con miles de familias en Chile y en todo el mundo. La violencia política ha sido muy
común en el pasado siglo", explica el cineasta.
El filme se desarrolla en dos tiempos. El momento de la tragedia nos conduce a ese fatídico 11 de septiembre de 1973, en el que un golpe de Estado de los militares chilenos, liderados por Pinochet, pone fin de forma violenta al régimen democrático de Salvador Allende. En los días siguiente, el padre de Berger, Carlos, es asesinado en la "caravana de la muerte" y su cuerpo jamás volvió a aparecer, una estrategia copiada a los nazis y que termina por desestructurar y destrozar a sus seres queridos. En el tiempo presente, un treintañero se enfrenta a la ausencia de un padre cuya presencia no sólo se le vetó, sino que también se impuso un manto de silencio como forma perfectamente humana de superar un dolor demasiado profundo como para ser verbalizado. "La víctima directa por supuesto fue mi padre. Pero el horror que produce en el entorno también es demoledor. La muerte de un ser querido en estas circunstancias es irreductible. Nosotros quizá no tenemos la posibilidad de superarlo pero las sociedades en su conjunto sí pueden pasar a un estadio superior moral y eso pasa por recuperar la memoria", explica Berger.
Asistimos en directo a la destrucción de una familia tan feliz o infeliz como cualquier otra. Los padres de Carlos, abuelos del cineasta, se suicidaron incapaces de superar el asesinato. Uno de los hermanos huye a Canadá para poder crear una vida nueva. Su viuda, jamás vuelve a formar una familia y dedica el resto de su vida a que haya justicia y los ejecutores paguen sus crímenes. Desde un punto de vista más personal, Berger se enfrenta al tremendo desafío de no dejarse destruir por la ira y el rencor. De conseguir algo tan sencillo como volver a amar y confiar en los demás: "El odio no puede ser más fuerte que tu vida misma. Esta película surge cuando yo tengo una hija en un contexto de normalidad. Y me doy cuenta que esa niña necesita desenvolverse en una sociedad que le dé oportunidades. Y yo necesito explicarle de dónde viene para que sepa quién es y me doy cuenta de que el odio y la rabia, que ha sido un motor en mi vida para poder hacer cosas, en realidad es algo que te va comiendo el alma. Y eso que yo me siento una persona muy privilegiada porque puedo canalizar mis sentimientos a través del arte. Por eso quise que el filme también fuera sobre la esperanza". Aun y así, Berger confiesa que jamás será capaz de superar al cien por cien esa brutal orfandad.
Los acontecimientos son desgarradores. Profundamente emocional, Mi vida con Carlos no es una película fácil de ver ya que Berger desnuda sus sentimientos y las atrocidades se suceden. En un momento dado, años después del asesinato del padre, cuando la familia decide regresar a Chile y luchar in situ contra la dictadura desde una asociación católica, los militares, como advertencia, asesinan a su asistenta, una chica de 21 años embarazada cuyo único crimen es trabajar en la casa "equivocada". Y eso que Berger afirma que no ha querido explicar todos los horrores para no cargar demasiado las tintas. Por ello, opina, que pedir que perdone es excesivo: "Hay una legislación, un código civil y unos tribunales que tienen que encargarse de hacer justicia. El perdón es una cosa medieval. Es un concepto que se manipula mucho en los lugares donde ha ocurrido violencia política para no aplicar justicia. Yo no soy quién para perdonar y nadie puede pedírmelo". En este sentido, Berger rechazó una reunión televisiva con el hijo de un militar con la que se pretendía escenificar la reconciliación de la sociedad chilena: "Esto no es un circo. A los familiares de las víctimas lo que hay que darles es justicia y eso sólo se consigue cuando los criminales pagan por sus crímenes".
Las heridas siguen abiertas. Para muestra un botón, Mi vida con Carlos, una de las películas chilenas más premiadas y difundidas por el mundo de los últimos años, no se ha estrenado en su país de origen ni se ha pasado por la televisión, cosa que sucederá previsiblemente en septiembre. "Esta película es buena para la memoria histórica y es lo que yo quiero aportar como cineasta. La realidad, sin embargo, es que la distribución en Chile no ha sido posible. Iba a suceder pero cuando ganó la derecha se paró, quizá es casualidad pero fue lo que pasó. Hay que tener en cuenta que la dictadura aún es muy reciente y las heridas siguen muy abiertas. Mi esperanza es que la puedan ver los chavales que ahora tienen 17 o 18 años y que casi no saben ni quién fue Pinochet". La catarsis familiar, sin embargo, sí se ha producido: "Mi familia es de origen centroeuropeo y son un tanto alemanotes. El único que me dijo que era bueno fue mi tío pero ahora hay mucha más naturalidad en nuestras relaciones. Por fin podemos hablar de Carlos como un ser humano, recordar sus virtudes pero también sus defectos". Finalmente, nos encontramos ante una verdadera obra cinematográfica: "Es un documental muy ficcionado. Trabajé mucho la fotografía, que tuviera un color como ocre, y la puesta en escena. Obviamente yo no escribí ningún diálogo pero el resto es puro cine".
El filme se desarrolla en dos tiempos. El momento de la tragedia nos conduce a ese fatídico 11 de septiembre de 1973, en el que un golpe de Estado de los militares chilenos, liderados por Pinochet, pone fin de forma violenta al régimen democrático de Salvador Allende. En los días siguiente, el padre de Berger, Carlos, es asesinado en la "caravana de la muerte" y su cuerpo jamás volvió a aparecer, una estrategia copiada a los nazis y que termina por desestructurar y destrozar a sus seres queridos. En el tiempo presente, un treintañero se enfrenta a la ausencia de un padre cuya presencia no sólo se le vetó, sino que también se impuso un manto de silencio como forma perfectamente humana de superar un dolor demasiado profundo como para ser verbalizado. "La víctima directa por supuesto fue mi padre. Pero el horror que produce en el entorno también es demoledor. La muerte de un ser querido en estas circunstancias es irreductible. Nosotros quizá no tenemos la posibilidad de superarlo pero las sociedades en su conjunto sí pueden pasar a un estadio superior moral y eso pasa por recuperar la memoria", explica Berger.
Asistimos en directo a la destrucción de una familia tan feliz o infeliz como cualquier otra. Los padres de Carlos, abuelos del cineasta, se suicidaron incapaces de superar el asesinato. Uno de los hermanos huye a Canadá para poder crear una vida nueva. Su viuda, jamás vuelve a formar una familia y dedica el resto de su vida a que haya justicia y los ejecutores paguen sus crímenes. Desde un punto de vista más personal, Berger se enfrenta al tremendo desafío de no dejarse destruir por la ira y el rencor. De conseguir algo tan sencillo como volver a amar y confiar en los demás: "El odio no puede ser más fuerte que tu vida misma. Esta película surge cuando yo tengo una hija en un contexto de normalidad. Y me doy cuenta que esa niña necesita desenvolverse en una sociedad que le dé oportunidades. Y yo necesito explicarle de dónde viene para que sepa quién es y me doy cuenta de que el odio y la rabia, que ha sido un motor en mi vida para poder hacer cosas, en realidad es algo que te va comiendo el alma. Y eso que yo me siento una persona muy privilegiada porque puedo canalizar mis sentimientos a través del arte. Por eso quise que el filme también fuera sobre la esperanza". Aun y así, Berger confiesa que jamás será capaz de superar al cien por cien esa brutal orfandad.
Los acontecimientos son desgarradores. Profundamente emocional, Mi vida con Carlos no es una película fácil de ver ya que Berger desnuda sus sentimientos y las atrocidades se suceden. En un momento dado, años después del asesinato del padre, cuando la familia decide regresar a Chile y luchar in situ contra la dictadura desde una asociación católica, los militares, como advertencia, asesinan a su asistenta, una chica de 21 años embarazada cuyo único crimen es trabajar en la casa "equivocada". Y eso que Berger afirma que no ha querido explicar todos los horrores para no cargar demasiado las tintas. Por ello, opina, que pedir que perdone es excesivo: "Hay una legislación, un código civil y unos tribunales que tienen que encargarse de hacer justicia. El perdón es una cosa medieval. Es un concepto que se manipula mucho en los lugares donde ha ocurrido violencia política para no aplicar justicia. Yo no soy quién para perdonar y nadie puede pedírmelo". En este sentido, Berger rechazó una reunión televisiva con el hijo de un militar con la que se pretendía escenificar la reconciliación de la sociedad chilena: "Esto no es un circo. A los familiares de las víctimas lo que hay que darles es justicia y eso sólo se consigue cuando los criminales pagan por sus crímenes".
Las heridas siguen abiertas. Para muestra un botón, Mi vida con Carlos, una de las películas chilenas más premiadas y difundidas por el mundo de los últimos años, no se ha estrenado en su país de origen ni se ha pasado por la televisión, cosa que sucederá previsiblemente en septiembre. "Esta película es buena para la memoria histórica y es lo que yo quiero aportar como cineasta. La realidad, sin embargo, es que la distribución en Chile no ha sido posible. Iba a suceder pero cuando ganó la derecha se paró, quizá es casualidad pero fue lo que pasó. Hay que tener en cuenta que la dictadura aún es muy reciente y las heridas siguen muy abiertas. Mi esperanza es que la puedan ver los chavales que ahora tienen 17 o 18 años y que casi no saben ni quién fue Pinochet". La catarsis familiar, sin embargo, sí se ha producido: "Mi familia es de origen centroeuropeo y son un tanto alemanotes. El único que me dijo que era bueno fue mi tío pero ahora hay mucha más naturalidad en nuestras relaciones. Por fin podemos hablar de Carlos como un ser humano, recordar sus virtudes pero también sus defectos". Finalmente, nos encontramos ante una verdadera obra cinematográfica: "Es un documental muy ficcionado. Trabajé mucho la fotografía, que tuviera un color como ocre, y la puesta en escena. Obviamente yo no escribí ningún diálogo pero el resto es puro cine".
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