Dr. Sergio Cousiño Mutis.
Vivamos la Navidad Cristiana
La Navidad es una fiesta de resonancia universal. Ya sólo el hecho
de que todo el planeta se rija oficialmente por el calendario cristiano, que
divide la Historia en antes y después del nacimiento de Jesucristo, indica la
trascendencia que tiene esta fecha para la humanidad en general. Alrededor
de ellas ha surgido toda una cultura, que se manifiesta en dos estilos de
celebración: el sagrado y el profano. El primero se centra en la
fe en el misterio de la Encarnación del Verbo y en los valores que de ella se
derivan; por eso es, sobre todo, una fiesta de la familia (la familia humana
debe estar imbuida del espíritu de la Sagrada Familia, que es, a su vez, espejo
de la Familia Trinitaria). El otro estilo de celebración de la Navidad se ha
apropiado de la festividad cristiana, fagocitándola, vaciándola de su sentido
primigenio y transformándola en una mera ocasión para el ocio y la diversión,
sin ningún sentido religioso o con éste muy amortiguado y ahogado por la fiebre
consumista y comercial que todo lo invade. Ya el saludo con el que se felicita
en este período denuncia el estilo de celebración que se asume: “Feliz Navidad”
al modo cristiano; “Felices Fiestas” al modo paganizante que se ha puesto de
moda. Desde estas líneas queremos contribuir con nuestro granito de arena a
rescatar el sentido católico de la entrañable festividad que nos recuerda el
nacimiento del Hijo de Dios según la carne.
Empecemos hoy por los adornos navideños. Los dos principales son el belén y el abeto navideño. El primero es de más antigua e inequívoca
tradición cristiana, pues fue san Francisco de Asís quien, en la Nochebuena de
1223, inauguró la costumbre de escenificar el nacimiento del Señor. En una
gruta del monte Lacerote, cerca del castillo de Greccio en Umbría, dispuso un
pesebre hecho con paja y sobre él colocó una imagen del Niño Jesús, haciendo
traer junto a él a un buey y un asno vivos. Desde entonces en los conventos de
las órdenes seráficas se hizo común la práctica de representar el portal de
Belén por Navidad, lo cual pronto fue imitado por el pueblo fiel. Con el tiempo
de fueron añadiendo personajes y otros elementos de modo que los belenes se
llegaron a convertir en todo un arte, descollando en éste Nápoles, España y las
Indias.
El núcleo esencial del pesebre –y que basta para armarlo– es lo
que se llama el Misterio, es decir: Jesús, María y José, que son los protagonistas
de la Navidad. El buey o la vaca y el asno o la mula suelen ser infaltables
aunque, como el resto de elementos, no sean imprescindibles. Pero es hermoso
considerar que Jesús viene a restaurar todas las cosas y entre ellas la
primigenia armonía de la Creación, la que existió en el Paraíso terrenal entre
todas las criaturas salidas de la mano bondadosa del Padre. Los ángeles también
constituyen parte del nacimiento, pues fueron ellos los que cantaron el Gloria
in excelsis en la primera Nochebuena y anunciaron la gran noticia a los
pastores. Éstos son asimismo representados con sus rebaños yendo a adorar al
Niño. Los Reyes Magos tampoco faltan y en los belenes más elaborados figuran
con sus animales de viaje y sus séquitos. En fin, a veces, la escena de la Navidad
se inserta en un marco monumental y se representa ya no sólo el portal o cueva
donde nació Jesús, sino toda la ciudad de Belén con escenas costumbristas.
El tiempo de comenzar a armar el pesebre varía según los usos
locales o familiares. Hay quienes lo ponen ya el día de la Inmaculada; otros
esperan al inicio de la Novena del Nacimiento (16 de diciembre); otros, en fin,
lo preparan en el cuarto domingo de adviento o aún el día de la Vigilia de
Navidad. Normalmente, se pone la mayor parte de las figuras, menos el Niño y
los Reyes Magos. En la medianoche del 24 al 25 de diciembre o tras volver de la
misa del gallo se coloca a Jesús, y sólo en la noche de Epifanía, la del 5 al 6
de enero, a Melchor, Gaspar y Baltasar con las figuras que los acompañen. El
tiempo de quitar el pesebre también es variable: el 13 de enero, festividad del
Bautizo de Jesucristo (antigua octava de la Epifanía) o incluso tan tarde como
el 2 de febrero, festividad de la Purificación de la Santísima Virgen y la
Presentación del Niño en el Templo (la Candelaria). Sea como fuere que armemos
cada uno nuestro pesebre, no debemos perder nunca de vista el hecho de que,
mucho más que un motivo decorativo, se trata de una expresión plástica de la fe
en la Encarnación del Verbo, por la cual nos vino la salvación. Las estatuas o
figuras del pesebre, sobre todo si representan a la Sagrada Familia, son
acreedoras de veneración y respeto por lo que representan y hay que inculcar a
nuestros niños que no se trata de juguetes. Deberíamos tener la buena costumbre
de hacer bendecir nuestros belenes o, al menos, las figuras principales y, por
supuesto, el Niño Jesús. Sería muy loable que en la Nochebuena cada cabeza de
familia adorara su imagen y la hiciera adorar por todos los de casa antes de
ponerla devotamente en el pesebre, mientras se canta el Adeste fideles u otro
cántico navideño.
El abeto navideño
Vayamos al árbol de Navidad. La costumbre de ponerlo en las casas
y los sitios públicos es bastante más reciente que la del pesebre. Los árboles
están cargados de un gran simbolismo en la mayor parte de las culturas humanas.
Al erguirse hacia el cielo son como grandes dedos que señalan lo divino. Su
verde follaje sugiere la vida. En las distintas cosmogonías aparecen siempre
desempeñando un papel importante y hasta decisivo. Nuestra santa religión nos
habla del árbol de la ciencia del bien y del mal, plantado en medio del jardín
de Edén, y canta las glorias del árbol de la Cruz, por el que nos vino la
redención. Pero recordemos también, entre los mitos griegos, el árbol con las
manzanas de las Hespérides y aquel en el que estaba colgado el vellocino de
oro. Los hindúes y los persas tenían sus respectivos árboles paradisíacos y
salvíficos. Los germanos pensaban que el universo era sostenido por un gran árbol
en cuyas ramas pendían el sol, la luna y las estrellas (posible origen de la
costumbre de poner luminarias al árbol navideño). Por eso consideraban sagrados
los bosques, en los que creían se manifestaban sus divinidades, a las que
ofrecían sacrificios humanos al pie de árboles como el roble.
San Bonifacio, monje misionero del siglo VIII que evangelizó
Alemania (de la que es considerado apóstol), al considerar que era imposible
desarraigar las creencias paganas de los germanos, decidió cristianizarlas.
Desterró la costumbre de los sacrificios humanos y dio un nuevo significado a
los árboles, que son fuente de vida y no de muerte, comparándolos a Dios, que
da sustento y cobijo a sus criaturas. Eligió el abeto como el que mejor sugería
las ideas cristianas: su forma triangular recuerda a la Trinidad y su perenne
follaje verde simboliza la vida eterna. Se cree que lo proclamó “el árbol del
Niño Jesús” y que con él comenzó a celebrar la navidad entre los paganos recién
convertidos. Otra tradición atribuye esto al monje Winfrido, contemporáneo de
san Bonifacio, el cual habría escogido un roble y no un abeto. Sin embargo, no
se implantó el uso del árbol navideño tal como lo conocemos hasta el siglo XVII
(aunque los protestantes aseguran que fue Lutero su iniciador). Lo cierto es
que sólo a partir del siglo XIX se difundió desde los países escandinavos y
Alemania por Austria y Polonia. A Gran Bretaña lo llevó el consorte de la reina
Victoria, que era un príncipe alemán. Por la misma época –mediados del Ochocientos–
pasó a Francia y un poco más tarde a los Estados Unidos. En España e Italia el
árbol de Navidad data sólo del siglo XX y éste bien entrado. En cambio, en
Iberoamérica se popularizó antes por el influjo de América del Norte. Hoy hasta
el Papa hace colocar un árbol monumental en la Plaza de san Pedro en Roma,
sirviendo de cobijo al pesebre.
El abeto navideño es ya un elemento cristianizado.
Desgraciadamente, corre el peligro de volverse a paganizar y de no quedar sino
como un elemento decorativo más de las “fiestas” a secas. Por eso es
importantísimo que lo dotemos no sólo de los habituales adornos (bolas, lazos,
manzanas), sino también de símbolos cristianos (ángeles, por ejemplo) y, sobre
todo, lo coronemos con la estrella de Belén. El árbol debe ir siempre
acompañando al belén. Hay quien arma éste al pie de aquél. En caso de falta de
espacio, es preferible siempre prescindir del árbol antes que del pesebre. A
los niños se les debe instruir en todo lo que el árbol implica como símbolo del
buen Dios, de vida y de sentido sobrenatural de las cosas. Se les puede hacer
la comparación con el árbol del Paraíso y la Santísima Cruz de Nuestro Señor.
También se les puede decir que representa al justo, que como él da buenos
frutos y que todos estamos llamados a ser santos, cuyas virtudes deben brillar
como brillan las luces que adornan al árbol.
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