Domingo 28 de abril de 2013
Educar en una situación inédita para la humanidad
Fernando Montes: ""...los jóvenes han señalado problemas reales, pero no tienen las herramientas y contenidos para resolverlos, y los adultos les tememos. No se trata de condenarlos, pero tampoco de seguir asustados por sus consignas...".
El tema de la educación convulsiona a Chile. Los dirigentes estudiantiles reconocen que el problema de fondo no es la permanencia de un ministro. Hemos tomado conciencia de la urgencia ante las desigualdades, injusticias y mala calidad del sistema educativo. Sin negar la importancia del tema del lucro, de la necesidad de mejorar la educación pública, de mejorar el estatus y formación a los profesores, estimo que la educación misma, el hecho de educar, pasa por un momento inédito en la humanidad y crea malestares y dificulta las soluciones.
La antropología alemana del siglo pasado nos recordó que el ser humano nace extremadamente carenciado. A diferencia de los animales que por instinto traen al nacer todos los elementos que les permitirán enfrentar su vida, los humanos necesitamos recibir un complemento para poder vivir. Recibimos de nuestra sociedad, a través de nuestros padres y educadores, los valores, el lenguaje, los símbolos que nos permitirán relacionarnos entre nosotros y darle sentido a la vida. En ese contexto antropológico se ubica todo el proceso educativo.
Al recibir a un miembro la sociedad le va transmitiendo una cultura que permitirá al recién nacido enfrentar su existencia. El proceso tomará varios años. En ese proceso existe una asimetría entre el educador que transmite una cultura y quien la recibe. Será necesario velar para que esa primera asimetría no se convierta en abuso, en imposición por la fuerza, sino que ayude al crecimiento de la libertad y responsabilidad de quien está recibiendo un tesoro de sus mayores.
Vivimos un cambio de época, y como señala Hesse en "El lobo estepario", y en tales circunstancias tiemblan valores e instituciones, y el proceso educativo como transmisión de cultura se ve intrínsecamente afectado: lo que transmite la sociedad ya no sirve para enfrentar el futuro.
El desafío que hoy enfrentamos es más profundo que un mero cambio de ideología o modelo. Por primera vez en la historia humana constatamos que la asimetría entre educando-educador se ha invertido. Pues no solo la mayoría de los jóvenes tiene mayor nivel de escolaridad que sus mayores, sino que el avance tecnológico y los nuevos medios de comunicación han cambiado en su raíz el modo de aprender, de comunicarse, de relacionarnos, de ejercer el poder, de acumular conocimientos y el modo mismo de pensar.
En ese mundo de la cibernética los jóvenes, que han sido alfabetizados en estas nuevas técnicas, llevan una notable ventaja. Los mayores vamos a la zaga. En este ámbito la mayoría de los jóvenes sabe más que sus maestros y sus padres. Están empoderados al manejar mejor los instrumentos que ordenan la vida moderna. Los nuevos medios les permiten ser actores directos, emplazar a las autoridades; el Twitter los conecta con sus compañeros y con la sociedad sin intermediarios, sin jefaturas, sin responsabilidades. Como señala Manuel Castells, esto genera movimientos sociales de nuevo tipo, mutables en sus demandas. Desgraciadamente, los instrumentos están vacíos de soluciones.
Esta nueva circunstancia de la humanidad desafía el alma de la educación. Los mayores estamos inhibidos y percibimos la inadecuación de estructuras y contenidos de la cultura que transmitimos y que no es entendida por los más jóvenes. No sabemos transmitir lo esencial. Los padres se achican y no dan normas a sus hijos, no inculcan la disciplina necesaria para cualquier progreso. Los profesores tienen dificultad para enfrentar el aula y los legisladores no se atreven a legislar seriamente por temor a ser arrollados por los movimientos sociales.
Los gremios defendiendo legítimos intereses adhieren acríticamente a eslóganes que de no ser enfrentados maduramente terminarán por aplastarlos a ellos mismos. Los jóvenes han señalado problemas reales, pero no tienen las herramientas y contenidos para resolverlos, y los adultos les tememos. No se trata de condenarlos, pero tampoco de seguir asustados por sus consignas.
Los responsables de la educación hemos dado un espectáculo. Padres, educadores, políticos, tenemos que ser humildes para no aferrarnos al pasado y analizar los problemas con honestidad, pero sin inhibirnos. Debemos dialogar, sin olvidar que tenemos un acervo de cultura, de experiencia, de prudencia que es esencial para encontrar soluciones justas y definitivas.
La antropología alemana del siglo pasado nos recordó que el ser humano nace extremadamente carenciado. A diferencia de los animales que por instinto traen al nacer todos los elementos que les permitirán enfrentar su vida, los humanos necesitamos recibir un complemento para poder vivir. Recibimos de nuestra sociedad, a través de nuestros padres y educadores, los valores, el lenguaje, los símbolos que nos permitirán relacionarnos entre nosotros y darle sentido a la vida. En ese contexto antropológico se ubica todo el proceso educativo.
Al recibir a un miembro la sociedad le va transmitiendo una cultura que permitirá al recién nacido enfrentar su existencia. El proceso tomará varios años. En ese proceso existe una asimetría entre el educador que transmite una cultura y quien la recibe. Será necesario velar para que esa primera asimetría no se convierta en abuso, en imposición por la fuerza, sino que ayude al crecimiento de la libertad y responsabilidad de quien está recibiendo un tesoro de sus mayores.
Vivimos un cambio de época, y como señala Hesse en "El lobo estepario", y en tales circunstancias tiemblan valores e instituciones, y el proceso educativo como transmisión de cultura se ve intrínsecamente afectado: lo que transmite la sociedad ya no sirve para enfrentar el futuro.
El desafío que hoy enfrentamos es más profundo que un mero cambio de ideología o modelo. Por primera vez en la historia humana constatamos que la asimetría entre educando-educador se ha invertido. Pues no solo la mayoría de los jóvenes tiene mayor nivel de escolaridad que sus mayores, sino que el avance tecnológico y los nuevos medios de comunicación han cambiado en su raíz el modo de aprender, de comunicarse, de relacionarnos, de ejercer el poder, de acumular conocimientos y el modo mismo de pensar.
En ese mundo de la cibernética los jóvenes, que han sido alfabetizados en estas nuevas técnicas, llevan una notable ventaja. Los mayores vamos a la zaga. En este ámbito la mayoría de los jóvenes sabe más que sus maestros y sus padres. Están empoderados al manejar mejor los instrumentos que ordenan la vida moderna. Los nuevos medios les permiten ser actores directos, emplazar a las autoridades; el Twitter los conecta con sus compañeros y con la sociedad sin intermediarios, sin jefaturas, sin responsabilidades. Como señala Manuel Castells, esto genera movimientos sociales de nuevo tipo, mutables en sus demandas. Desgraciadamente, los instrumentos están vacíos de soluciones.
Esta nueva circunstancia de la humanidad desafía el alma de la educación. Los mayores estamos inhibidos y percibimos la inadecuación de estructuras y contenidos de la cultura que transmitimos y que no es entendida por los más jóvenes. No sabemos transmitir lo esencial. Los padres se achican y no dan normas a sus hijos, no inculcan la disciplina necesaria para cualquier progreso. Los profesores tienen dificultad para enfrentar el aula y los legisladores no se atreven a legislar seriamente por temor a ser arrollados por los movimientos sociales.
Los gremios defendiendo legítimos intereses adhieren acríticamente a eslóganes que de no ser enfrentados maduramente terminarán por aplastarlos a ellos mismos. Los jóvenes han señalado problemas reales, pero no tienen las herramientas y contenidos para resolverlos, y los adultos les tememos. No se trata de condenarlos, pero tampoco de seguir asustados por sus consignas.
Los responsables de la educación hemos dado un espectáculo. Padres, educadores, políticos, tenemos que ser humildes para no aferrarnos al pasado y analizar los problemas con honestidad, pero sin inhibirnos. Debemos dialogar, sin olvidar que tenemos un acervo de cultura, de experiencia, de prudencia que es esencial para encontrar soluciones justas y definitivas.
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